miércoles, 20 de junio de 2018













Cuando 500 príncipes se hicieron el 'harakiri'





























EDUARDO ÁLVAREZ





El maharajá de Kapurthala (centro), rodeado de sus consejeros, en 1890. GETTY

Los maharajás acabaron con sus reinos en 1947 al sellar su adhesión
 a India o Pakistán,convencidos por Lord Mountbatten
India conmemora este martes el 70º aniversario de su independencia,
orgullosa de ser hoy la democracia más grande del mundo.
Pero aquel 15 de agosto de 1947 en el que se arrió para siempre la
bandera del imperio británico, tuvo lugar la Partición, probablemente
 el episodio más traumático en el planeta una vez concluida la
 Segunda Guerra Mundial.
El subcontinente quedó dividido para siempre en dos, India y Pakistán,
 fruto de intrincados acuerdos políticos y de un desgarrador
conflicto social que enfrentó a hindúes y musulmanes
que habían coexistido pacíficamente durante siglos. La Partición
provocó el desplazamiento forzoso de unas 15 millones de almas
y la muerte de al menos otro millón. Una herida demasiado
 profunda que tanto Delhi como Islamabad tienden a silenciar,
por más que esté aún muy lejos de cicatrizar, como demuestra
el enfrentamiento latente en la disputada Cachemira.








Pero el nacimiento de la moderna Unión India acabó también para
siempre con los más de 500 estados nativos regidos desde tiempos
inmemoriales por dinastías consideradas, algunas de ellas,
descendientes del mismo Sol.
El Raj británico mantuvo a lo largo de más de un siglo y medio
 una administración mixta que diferenciaba entre los vastos territorios
controlados directamente por la Corona y esos estados principescos que mantuvieron cierta autonomía soberana. Londres siempre vio en
aquellos singulares maharajás a unos aliados imprescindibles
para mantener la paz social, puesto que los príncipes gozaban de
una veneración absoluta entre sus súbditos, vistos como reencarnaciones
vivientes de los mismos dioses. Además, el Palacio era la cúspide de
 un entramado social que prácticamente no había experimentado
 cambios en muchos siglos.
Un total de 565 estados principescos ocupaban aproximadamente
un tercio del subcontinente indio. Se trataba de reinos absolutamente
dispares. Así, Hyderabad tenía una extensión similar a la de
media España; mientras que otros principados apenas contaban
con un kilómetro cuadrado de extensión. También eran
 absolutamente distintos sus soberanos, con una amplia panoplia de títulos
según correspondía a la tradición de sus dinastías -maharajás, rajás,
nizams, nawabs, etcétera-. Bien es cierto que el imaginario occidental hoy identifica a todos aquellos príncipes indios con el perfume de la
extravagancia y la opulencia. Como si de personajes de
'Las mil y una noches' se tratara, aún produce brillo el recuerdo
de aquellas suntuosas cortes con centenares de concubinas y
 palacios que competían en esplendor con el mismísimo Versalles.
En 1906, el joven Partido del Congreso Nacional reclamó por
 primera vez al Raj un régimen de autonomía para toda la India.
Muy pronto, ya con el liderazgo de Gandhi y su revolucionaria
doctrina de no violencia, la causa independentista empezó a sumar
adeptos de un modo vertiginoso. El Gobierno británico, con una
torpeza infinita -que acabaría empujando a la Partición del 47-,
 impulsó la estrategia del divide y vencerás, fortaleciendo a las
comunidades musulmanas a través de la concesión de derechos
 políticos de carácter sectario, creyendo que así podría
neutralizar al incipiente movimiento hindú. De hecho, la recién
 nacida Liga Musulmana de Ali Jinnah declaró con habilidad que
uno de sus objetivos fundacionales era promover entre la población
mahometana sentimientos de lealtad a la Corona.
En los años 30, Londres empezó a asumir que 
la independencia india resultaba inevitable.
Sólo faltaba concretar la fecha y cómo hacerla.
 El Partido del Congreso -que ya tenía una fuerza
política arrolladora-
abogaba por la creación de un Estado secular que mantuviera
unido todo el territorio del Raj. Pero la Liga Musulmana
 empujó para que se constituyera un Estado independiente de
Delhi, Pakistán, que aglutinara a
los territorios de mayoría musulmana.
Londres todavía debía decidir cuál sería el destino de los
principados nativos. Se llegó a barajar su mantenimiento,
federados en la nueva India, pero el Partido del Congreso
 se lo rechazó, ya que abogaba por la democratización de toda la nación.
Debemos recordar que los maharajás eran
príncipes absolutos, autócratas cuya voluntad
era ley.
El 3 de junio de 1947, Lord Mountbatten, último virrey de la
India, anunció la Partición. Y, en cuestión de meses,
el querido tío de Isabel II tuvo que dirigir el proceso
 frenético que desembocó en la independencia,
y se tuvo que zafar personalmente para convencer a los
más de 500 príncipes indios de que firmaran la adhesión
de sus reinos aIndia o Pakistán. Las poblaciones no fueron consultadas,
 porque el Raj había prometido a los monarcas que respetaría su
decisión, si bien el virrey les pidió que tuvieran en cuenta la religión
 mayoritaria de sus súbditos. En tiempo récord, los príncipes se
 fueron haciendo sucesivamente el harakiri. La firma suponía la pérdida de su poder real;
a cambio, recibieron la promesa del mantenimiento de importantes
prerrogativas. Pocos maharajás se resistieron a ceder su soberanía.
Los que lo hicieron, enseguida fueron convencidos de su error a través
de las armas o por la amenaza de Mountbatten de que sus principados
no tendrían viabilidad como estados independientes, porque nunca
serían aceptados en la Commonwealth.
La abolición de los principados permitió el surgimiento de la
India moderna y unida. Para la historia queda, sin embargo,
la traición sufrida por aquellos monarcas. Porque en 1971
 Indira Gandhi, incumpliendo los pactos, promulgó la ley que
abolió todos los privilegios de las familias reales, incluida su
financiación estatal vitalicia. Hoy, paradojas de la Historia,
muchos descendientes de aquellos maharajás son prominentes
políticos de la República.